Recientemente leí al arquitecto y fotógrafo argentino Nicolás Marino, en su blog
dedicado a los diez años que lleva descubriendo regiones remotas del mundo en
bicicleta, en su último artículo, bajo el título de «Cuando todo sale mal«. Relata
la pesadilla que sufrió al cruzar la frontera entre los países africanos del Congo
y la República Centroafricana.
Su escrito detalla el sufrimiento que pasó al tropezarse en una frontera alejada al
típico aduanero corrupto que le exigió una cantidad de dinero como demostración del
poder, que aunque con todos los papeles en regla, no le quería sellar el sello de
salida del país. Nicolás estuvo a merced de esta rata humana, y luchó por lo que
creyó justo.
Al leer el relato del viajero argentino me ha hecho recordar innumerables pasajes
en las que he conocido, y sufrido en gran parte de ellos, casos de corrupción a lo
largo del mundo. Algunos de esos casos que recuerdo son los siguientes:
– Un aduanero indio, en el paso fronterizo entre Pakistán y la India, apoyándose en
un determinado artículo de la ley que impedía la importación de rupias indias al
país, me descubrió que llevaba algunas pocas que había cambiado antes de dejar el
país anterior. Para el fue una alegría, ya tenía motivo para robarme. Contó los
billetes, y sin dejar de sonreir, me devolvió la mitad y se metió en el bolsillo la
otra mitad. Al despedirme, de forma burlona, me preguntó si estaba contento, Are
you happy? Poco después vi un cartel en la que se daba la bienvenida a la India, la
mayor democracia del mundo.
– En la frontera entre Guatemala y México, para llegar a Chiapas, en la zona de la
selva de Lacandona, para cruzar la frontera había que, además de pasar por el
puesto fronterizo, coger un barco por el río gestionado por locales donde para que
el «negocio» funcionara mejor, en la salida de Guatemala, nos separaban a los
locales centroamericanos de los «gringos«, tanto para contratar la barca como para
recibir el sello de salida de Guatemala.
Los precios de las barcas para nosotros eran excesivamente caras de inicio, y ahí
estábamos, extranjeros de diferentes países bajando el precio por persona de algo
que teníamos que contratar sí o sí. Cuando se bajó hasta cierto punto, a los pocos
minutos, los extranjeros que estaban dispuestos a pagar esa cantidad nos obligaron a
los demás a hacerlo también, por que se iban sin nosotros. Me acuerdo como una
viajera europea me dijo que no estábamos en Europa, y que teníamos que pagar por
ello.
Poco después, para salir del país, nos pusieron en cola, donde pasaporte en mano,
llegábamos a una mesa con tres personas. Una de ellas cogía el pasaporte y leía el
nombre y la nacionalidad, otro apuntaba en un cuaderno, y otro pedía 25 quetzales
por persona. Aluciné como todos los que teníamos delante pagaron sin rechistar esa
cantidad, pensando que no era mucho. Cuando llegó nuestro turno, ya alterado de ver
todo ese montaje, el el momento que nos solicitaron el dinero les solté: «tanto
ustedes como nosotros sabemos que no nos tienen que pedir ninguna cantidad de
dinero para salir del país. Tienen dos opciones, o nos sellan la salida, o seguimos
discutiendo, y veremos como les va con los que todavía están en la cola». No
tardaron el devolvernos los pasaportes sellados y siguieron con el paripé con el
siguiente de la fila.
– Desde la capital camboyana habíamos contratado un servicio de minibús hasta la
ciudad vietnamita de Ho Chi Minh. Al llegar a la frontera, con tanto el visado como
el certificado de fiebre amarilla en regla, nos quisieron hacer pagar un dólar, y
alegando a que el certificado oficial no tenía valor y que supuestamente nos tenían
que poner una vacuna en el chochambroso botiquín de la aduana, y mostrando una
jeringuilla para asustar. Todos los extranjeros sucumbieron de inmediato al
chantaje, y no contentos con ello, muchos de ellos nos presionaron para que
hiciéramos lo mismo, debido a que era muy poco dinero. Retrasamos el autobús entero
más de un cuarto de hora. Recibimos más de una crítica por parte de los viajeros,
culpándonos del retraso. Solo un viajero francés se nos acercó más tarde y al
decirle que no habíamos pagado nos felicitó por el acto.
– En otro viaje, al salir, en coche, de la capital senegalés hacia la frontera
mauritana, en uno de los numerosos controles de carretera, me solicitaron trasladar
a un militar más al norte. Acepté y seguimos camino. En el tiempo que tuve al
pasajero de copiloto me funcionó como talismán. Se nos cuadraban en todos los
controles y lejos de molestarnos nos saludaban y nos despedían sonrientes y
amables. Mi suerte cambió según se bajó. En el siguiente control, a los
pocos kilómetros, con tráfico saturado y avanzando en caravana, nunca a más de 20
km/h, el policía que me paró se quedó con mi carnet de conducir alegando nada más y
nada menos que exceso de velocidad.
Y así podría seguir contando más casos. Aún así en casi todos los casos están
involucrados policías. Gente con poder, y que hacen valer su mando riéndose de la
persona a la cual debería de servir y defender para hacer todo lo contrario. Hace
poco escuché como, según estadísticas, el 90% de los mexicanos no se fía de la
policía.
La solución no es fácil evidentemente, sobre todo en aquellos países donde la
corrupción está extendida y «normalizada». Lo peor de la corrupción, sin duda, es
la aceptación de la misma. Una sociedad que no hace frente a la corrupción y acepta
que policías, políticos, y otro tipo de gentuza, les cobre o robe dinero
injustamente, tiene un problema mucho mayor que la corrupción por sí sola.
Al ciudadano senegalés que me devolvió mi carnet de conducir, al enterarse de lo que había
sucedido, y tras negociar con el policía corrupto, le pregunté lo que le había
pagado para dárselo indicándole que mi cabozonería no era cuestión de dinero.
Al menos, recientemente, se ha escuchado en las noticias, como las movilizaciones
populares en las calles rumanas han conseguido para un decreto que querían aprobar
en el parlamento donde se pretendía perdonar los casos «no graves» de corrupción
política ocurridos en el país. Esa presión popular consiguió también al responsable de dicho decreto le costara el puesto. Ese es el camino, no hay otro.